Roy Batty

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martes, 24 de diciembre de 2013

Cuento de Navidad

"¡ Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia".                                                                                                                                                                                                           Mateo 23, 27.

Hace muchos, muchos años, en un reino junto al mar, habitaba un insignificante comendador de una pequeña villa. A este comendador le carcomía la venganza, el rencor y el odio más profundos. Añádase a esto que era un sepulcro blanqueado. Trataba de aparentar ante sus súbditos lo bueno que era y en realidad, cuando escarbaban un poco, encontraban que no había nada dentro, que todo se diluía en un fluido combinado de ignorancia e incompetencia.

Este comendador dirigió los destinos de la villa en una época de tremenda crisis y escasez de alimentos y trabajo. Decía que se había derrochado mucho por parte de anteriores comendadores y lo primero que hizo fue cambiar todas las cortinas del palacio que regía, sin escatimar maravedíes para ello. Falta no hacía pero quería borrar toda huella de antecesores regios. Tampoco su ego le impedía escatimar en cenas ampulosas y comilonas grandilocuentes con súbditos afectos al régimen, lametraserillos de cámara que le reían las gracias de todo lo que hacía, mientras que el pueblo llano se las veía y se las deseaba para encontrar un pedazo de pan que llevarse a su boca y un trabajo con el que sustentar a la familia.

Este comendador no hacía nada por su pueblo, se quejaba de la herencia recibida y renegaba de todo lo bueno que se había hecho hasta entonces. Poseía un odio visceral hacia anteriores comendadores, a los que trataba con ira y soberbia, y deseaba llevarlos al cadalso para cortarles la cabeza. En eso gastaba sus energías este comendador. Veía fantasmas por todos sitios. Afirmaba que no había dinero en las arcas municipales, pero eso no impedía para hacer grandes ferias de productos locales en las que exaltar su ego y su vanidad. Se gastaba miles de maravedíes en fastuosas ferias, comilonas, cenas copiosas y contrataba juglares que cantaban sus alabanzas y loaban sus virtudes a los cuatro vientos castigando y martirizando a los que criticaban ese derroche en tiempos tan malos económicamente. Además regalaba abundantes maravedíes a sus vasallos ayudantes en la labor de gobierno que hacían, por no hacer nada.

Este comendador, además, rendía pleitesía a una reina de taifa, odiada en toda la taifa, por sus crueles medidas contra el pueblo, como perseguir a los maestros y a los médicos, aumentar impuestos, quitarles las medicinas a los pobres y empobrecer aún más a la maltrecha población despojándoles de derechos adquiridos a lo largo del tiempo con la excusa de la crisis. Al mismo tiempo otorgaba abundantes dádivas a sus súbditos pudientes para que pudieran explotar a los obreros y pagarles cada vez menos por su trabajo. A su vez, ambos regidores rendían pleitesía a un rey inepto, odioso y miserable que había hecho todo lo posible por empeorar la vida de los súbditos más desfavorecidos.

El comendador profesaba fe cristiana, pero creo que no debía entender mucho las palabras del Evangelio, puesto que destilaba rencor, venganza, desprecio y odio por cada uno de sus poros, a quién no le riera las gracias y a quién criticara su gobierno. Eso del amor al prójimo no lo había entendido demasiado bien. La soberbia y la ira invadían su ego y se habían convertido en los dos pecados capitales habituales en la vida del señor comendador, pero ambos no eran óbice para ir detrás de los santos y vírgenes aparentando fe, devoción y veneración. De la gula y la pereza también hacían gala sus acólitos más cercanos. La envidia y la avaricia también andaban cerca del comendador. La hipocresía se colaba por la rendija de la falsedad y hacían de este señor comendador un ser inane e insignificante. Pensaba que la hipocresía se curaba con la confesión al sacerdote y así actuaba. Una vez confesado, todos los pecados borrados. Y ahora ya podía volver a odiar de nuevo. Era un círculo vicioso al que estaba perfectamente acostumbrado sabiendo para sus adentros que le esperaba la gloria eterna porque se consideraba un bienhechor. Era un perfecto cumplidor del A Dios rogando y con el mazo dando.

Este comendador se las daba de culto, pero en realidad era un ignorante empedernido puesto que poseía una profunda aversión a los libros hasta el punto de mandar quemar los libros hallados en su palacio, por el simple hecho de haber sido escritos por sus anteriores comendadores, sin reparar en la bondad o en la calidad literaria de las obras encontradas. Simplemente tenía aversión, inquina, ojeriza y animadversión a todo rastro de buena cultura aunque trataba de aparentar sabiduría ante sus súbditos, debilidad ésta que se acrecentaba cuando rascaban un poco en su cabeza, y veían que no había nada, que estaba vacía. Era un ser obtuso porque no comprendía ninguna de las palabras que le lanzaban y creía que todas eran insultos hacia su persona, para lo cual él no dudaba en mentir, difamar y envenenar a los súbditos que no le reían las gracias. Se ponía hecho un basilisco si le llamaban individuo. Esto era síntoma de su ignorancia, debido a su pereza educativa en su niñez. Veía enemigos por todas partes en todos aquéllos que no compartieran su punto de vista y su forma de actuar. Despreciaba la cultura porque pensaba que cuánto más culto fuera el pueblo, más oportunidades tendría éste de pensar por sí mismo y no reírle las gracias y dejaría de contar con su apoyo, de ahí que no invirtiera nada en desarrollar el intelecto humano a través de un pensamiento libre y crítico.

Cuando a alguno de sus súbditos se le ocurría denunciar su falsedad, su vacuidad y sus fechorías, cuando a alguno se le ocurría destapar sus vergüenzas, quitarle la careta y decirle que estaba desnudo, éste lo negaba y les lanzaba rayos reprobatorios de odio eterno recriminándole un supuesto pasado hereje y echándole un maldeojo. Este comendador vivía en un halo de endiosamiento superlativo, se creía el más guapo cual madrastra de Blancanieves, el más justo y el más trabajador del pueblo. Para sus tareas de propaganda endiosada tenía a sus juglares, los cuáles tenían la misión de llevar la mentirosa palabra del comendador a todas las casas del pueblo. 

Su odio hacia sus antecesores se convertía en su principal ocupación destinando todas sus energías y descuidando su hacienda en las tareas del gobierno del pueblo. Era capaz de verter sobre ellos toda clase de insidias, calumnias y difamaciones e ipso facto felicitarles las fiestas en un alarde de cinismo e hipocresía nunca vistos. Era una forma de ocultar su extrema inferioridad de conocimientos y de educación. Se creía (erróneamente) en posesión de todo el saber del gobierno del pueblo y para ello no dudaba en arrinconar y menospreciar a todos aquellos que le llevaban la contraria, incluidos los contables del reino. Él presumía saber más que nadie de cuentas, aunque no solía dar cuentas de sus gastos y despilfarros en tiempos de crisis. Luego, entre mentiras, tenía el cinismo de afirmar ante la muchedumbre lo bien que estaba el pueblo económicamente gracias a él, en un alarde de fatuidad y presuntuosidad nunca alcanzados por nadie.

El pueblo, harto de la egolatría e iniquidad de este comendador, le tributó dos regalos envenenados: el desprecio y la indiferencia envueltos en forma de exilio de la villa.

Hace muchos, muchos años, en un reino junto al mar, habitaba en una pequeña villa la hipocresía personificada en un insignificante comendador. Y sucedió tal como en la posterior obra del maestro Don Félix Lope de Vega y Carpio cuando se preguntaba: "¿Quién mató al comendador? Fuenteovejuna, señor."


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