Roy Batty

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domingo, 28 de junio de 2015

Las huellas del ruiseñor

Dicen que nunca segundas partes fueron buenas y pienso así al leer en EL PAIS SEMANAL del 28 de junio que se va a publicar una secuela de Matar a un ruiseñor. Reconozco que no he leído la novela pero he gozado miles de veces con la adaptación cinematográfica que Robert Mulligan hizo en 1962. Todos al verla en su momento idolatramos al honrado y cabal Atticus Finch, papel que acompañará siempre a la figura de Gregory Peck, nos emocionaron las interpretaciones magistrales de los niños Jem, Dill y sobre todo la niña, Scout (Mary Badham en la gran pantalla), quienes llaman a su padre por su nombre y nos asusta que se pierda la inocencia de esa joya literaria primigenia y cinematográfica con la publicación ahora, cincuenta y cinco años más tarde, de una secuela de ese magistral relato de la América profunda en un pueblo de Alabama durante los años de la Gran Depresión y de la segregación racial, titulada Go set a watchman y que sitúa la acción en los años cincuenta.

Harper Lee, la autora, se convirtió en una especie de J.D. Salinger (El guardían entre el centeno) con la única publicación de un libro y su posterior retiro definitivo alejada del mundanal ruido. Por eso extraña aún más esta nueva publicación cuando ella vive en una residencia de ancianos y algunos dudan de su estado mental. Es todo muy extraño y no queremos que se rompa la idealizada magnanimidad de Atticus o la mirada inocente de Scout. No olvidemos que matar a un ruiseñor es un grave pecado porque los ruiseñores no hacen otra cosa que cantar para regalarnos el oído, no picotean los sembrados, no entran en los graneros para comerse el trigo, no hacen mas que cantar con todas sus fuerzas para alegrarnos. Y nunca se conoce realmente a un hombre hasta que uno se ha calzado sus zapatos y caminado con ellos. ¿Quieres hacer el favor de traer la compota, Calpurnia?



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